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Cuando la industria se mira en su propio espejo

La televisión, ese espejo deformante de la industria cultural estadounidense, vuelve a convocar a su ritual anual con la 77ª edición de los Premios Emmy. En Argentina, donde el impacto de los Oscar suele eclipsar al resto de las ceremonias, los Emmy se transformaron en los últimos años en una cita de peso propio: plataformas, estrenos simultáneos y conversaciones globales lograron que las series ya no sean un fenómeno lateral, sino parte central de la dieta cultural. Esta edición tiene un dato contundente: Severance, la distopía corporativa de Apple TV+, lidera con 27 nominaciones, un número que la instala en el centro del escenario, pero también abre la pregunta de si los votantes premian lo que realmente aman o simplemente aquello que respeta mejor las reglas de la “gran televisión”.

Ese dilema está en el corazón de la temporada. Desde 2015, las series más nominadas suelen ganar en su categoría, salvo cuando se trata de ficciones de ciencia ficción o fantasía, que despiertan admiración más que amor. Severance puede correr esa misma suerte: la crítica la celebra, el público la comenta, pero no hay consenso sobre si provoca el fervor necesario para arrasar. Del otro lado aparece The Pitt, con 13 nominaciones, mucho menos en la estadística, pero con una devoción palpable entre sus espectadores. Los Emmy, como toda premiación, son también un pulso emocional: ¿qué pesa más, la acumulación de reconocimientos técnicos o la pasión genuina que despierta una historia?

La discusión se repite en el terreno actoral. Adam Scott entregó en Severance un tour de force, sobre todo en esa escena final en la que su personaje negocia consigo mismo. Sin embargo, el favoritismo parece inclinarse hacia Noah Wyle por The Pitt, mientras Britt Lower –nominada por su triple rol de Helly, Helena y Helena-as-Helly– podría quedar opacada por Kathy Bates en una producción con cero nominaciones adicionales. El caso de Tramell Tillman, que encarna al inolvidable Milchik, sintetiza la paradoja: debería ser candidato natural al premio de actor secundario, pero aparece segundo en las apuestas. Los Emmy, otra vez, se juegan en esa frontera difusa entre mérito artístico y percepción de momentum.

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Si el drama ofrece dudas, la categoría de serie limitada despliega una batalla frontal entre dos polos culturales. Adolescence, de Netflix, una mini británica sobre el impacto social de un crimen adolescente, busca repetir la fórmula de Baby Reindeer: narrativas íntimas, innovaciones formales –cada episodio es un plano secuencia– y una reflexión sobre las masculinidades tóxicas que dialoga con debates globales. En la vereda opuesta, The Penguin, el spin-off de DC que rehúye la saturación de superhéroes para presentarse como un noir mafioso, confirma que incluso en universos saturados todavía hay margen para relatos potentes. La pelea es apasionante: de un lado la solemnidad del drama social, del otro la eficacia del relato popular bien contado.

Esa tensión refleja el estado actual de la televisión estadounidense. El streaming forzó a la industria a multiplicar contenidos hasta niveles insostenibles, y hoy lo que sobrevive son series capaces de construir conversación. En ese sentido, The Studio –la sátira hollywoodense de Seth Rogen– logró 23 nominaciones, un número récord para una comedia, gracias a una estrategia que combina autocrítica, cameos de lujo (Scorsese, Zoë Kravitz, Anthony Mackie) y una ironía que desnuda la fragilidad del sistema. The White Lotus y The Last of Us siguen presentes, aunque en lo que se perciben como “años bajos”, mientras Andor confirma que incluso dentro del imperio Star Wars todavía hay un margen para la decepción de los votantes, que la dejaron sin reconocimiento actoral a pesar de sus 14 nominaciones.

Pero los premios no son sólo una carrera de títulos: también son un espectáculo. Este año, la Academia decidió subir al prime time dos categorías que solían resolverse en los Creative Arts Emmys: guión de serie de variedades y especial en vivo. Una jugada que revela la intención de mantener vigencia en un ecosistema donde el rating es tan frágil como el prestigio. Entre los nominados figuran el Super Bowl de Kendrick Lamar, el Beyoncé Bowl y el aniversario de Saturday Night Live, un combo pensado para atraer tanto a la nostalgia como a las audiencias jóvenes. Los Emmy ya no compiten solo entre series: compiten contra la dispersión cultural, las redes sociales y la fatiga de la sobreoferta.

En Argentina, la recepción de los Emmy funciona como un termómetro de nuestra propia relación con la televisión global. Plataformas como Apple TV+, Netflix y Max se volvieron parte de la cotidianeidad, y nombres como Adam Scott, Cristin Milioti, Colin Farrell o Stephen Graham aparecen en las conversaciones de cafés y redes sociales con la misma naturalidad que hace dos décadas lo hacían Tony Soprano o Carrie Bradshaw. Que Severance o The Penguin acumulen decenas de nominaciones no es solo un dato estadístico: es la prueba de que las series se consolidaron como un nuevo canon cultural, capaz de dialogar con el cine, el teatro y la literatura.

Lo cierto es que los Emmy, como cualquier premio, funcionan en múltiples niveles. Son un mecanismo de legitimación dentro de la industria, una herramienta de marketing para plataformas que invierten millones y, al mismo tiempo, un termómetro cultural que nos permite leer qué historias logra instalar Hollywood en la conversación global. En un contexto de huelgas recientes, recortes en las productoras y una audiencia cada vez más fragmentada, la ceremonia también se vuelve un espacio político: no sólo se entregan estatuillas, también se envían mensajes sobre qué tipo de televisión vale la pena producir en un futuro incierto.

La edición 2025 de los Emmy, entonces, no será solo un desfile de premios. Será, como cada año, un ensayo general de cómo Hollywood quiere pensarse a sí mismo en un momento de crisis y transición. ¿Qué narrativa triunfará: la de la distopía corporativa de Severance, el realismo descarnado de Adolescence o el regreso estilizado del villano mafioso de The Penguin? Más allá de las estatuillas, la verdadera pregunta es si la televisión todavía puede ofrecer relatos capaces de marcar época o si, en la vorágine de algoritmos y saturación, los premios terminan siendo apenas un espejo narcisista de la industria.

En paralelo a la expectativa por los ganadores, hay un trasfondo ineludible: la televisión estadounidense aún siente las consecuencias de las huelgas de guionistas y actores de 2023, que no sólo retrasaron calendarios de estrenos sino que pusieron en discusión la sustentabilidad del modelo industrial.

Los Emmy de este año serán también un recordatorio de esas tensiones, con discursos que seguramente aludan a la necesidad de nuevas regulaciones sobre la inteligencia artificial, los residuales en streaming y la protección de los oficios creativos. La ceremonia, más que nunca, será un escenario donde la política cultural y laboral se filtra en cada aplauso.

Ese costado se complementa con la pregunta sobre el futuro de las series en un mercado saturado. En la última década se instaló la idea de la “peak TV”, pero los recortes recientes en Warner Bros. Discovery, Netflix y Disney anticipan una etapa de contracción. Los Emmy, en este sentido, funcionan como una cápsula de tiempo: celebran un momento dorado justo cuando comienza a resquebrajarse. El brillo de Severance o The Studio convive con la incertidumbre sobre cuántas ficciones de ese calibre podrán sostenerse en un ecosistema que exige resultados inmediatos.

Quizás por eso, más allá de los premios individuales, la edición 2025 se recordará por la capacidad –o incapacidad– de la Academia de conectar con un público cansado de ceremonias autorreferenciales. Si logran emocionar, si consiguen que un discurso o una escena se conviertan en hito viral, entonces los Emmy habrán demostrado que todavía pueden ser relevantes.

De lo contrario, quedarán como un ritual solemne que celebra un pasado reciente más que un futuro posible.

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